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jueves, 5 de octubre de 2017

Fragmentos de un peregrino

Fragmentos de un peregrino



Algo que nunca olvidaré de ese viaje es que en el camino me fui encontrando con una y otra, y otra persona más que también viajaban hacia el pueblo a pie, como peregrinos queriendo encontrar respuestas al porqué les había tocado cruzar por esa travesía; entre ellos se encontraba una mujer, cargada de un bulto en su espalda, y los otros al igual que yo con una mochila también en la espalda en el que llevábamos el alimento de la vida, además de agua que recogíamos en nuestras cantimploras en cada arroyo al que llegábamos para apaciguar el cansancio de nuestros espíritus.
—¿Va para el pueblo? —Me preguntaban al sumarse a mi caminata.
—Así es amigos —respondía complacido— voy para el pueblo, como no hay otro medio, hay que viajar a pie. ¿Ustedes igual?
—Sí, también vamos para el pueblo, —me contestaron airosos con sonrisas inocentes— ¡Entonces acompañémonos en confianza! —Me propusieron.
—¡Claro! ¡Vamos entonces, como hermanados por este sendero largo por el cual no sabemos en cuanto tiempo llegaremos a nuestros destinos! —Contesté con aires de compañerismo que no quería perder.
Nuestra conversación fue amena, alegre durante el recorrido, y la mujer que recordaba a sus hijos en momentos un poco triste y por ellos quería llegar lo más antes posible.
—¿Mis hijos cómo estarán? Me preocupa estar lejos de ellos —comentaba con suspiros agitados, claro, por el cansancio que se notaba en su rostro.
En todos se notaba inocencia y cansancio, pero igual seguía el recorrido a pie hasta que una lluvia torrencial nos cogió, cual nos mojó porque no teníamos donde escondernos, nos hallábamos en plenas llanuras que nunca terminaban; y la noche con sus fríos aires nos sorprendió en un lugar, donde se veía una loma, y en la cúspide de aquella colina una casa, cual parecía una granja, estábamos cansados, además hambrientos, el alimento en las mochilas se nos acababa, no podíamos seguir comiendo hasta terminar, porque para el día siguiente no tendríamos nada más que quizás solo un par de dulces para cada uno, y agua en los arroyos con las cuales nos encontraríamos; así que nos tentamos de ir a esa casa en la colina, para ver si nos cobijaban para pasar la noche y a ver si nos invitaban una sopa caliente, o por lo menos agua hervida caliente con un poco de azúcar y hojas de hierbas medicinales, porque en verdad hacía mucho frío, además de un viento torrencial que se paseaba silbando en toda la colina, haciendo sonar tenebrosamente hasta las calaminas de esa casa; nos imaginamos comiendo exquisitas sopas de frijoles, o de arroz, incluso de yuca o de papancha, que eran sopas tradicionales que se conocían bien por esos sitios amazónicos.
Al llegar, llamamos a ver si alguien nos escuchaba, mas no parecía haber nadie más que dos perros que nos ladraban, llamamos con más alta voz, y nada.
—¿Qué hacemos? ¡Parece que no hay nadie! —Nos cuestionamos unos a otros un poco tristes y confundidos.
—A ver, intentemos otra vez —nos animamos.
—¡Señor! ¡Señora! ¿Hay alguien aquí? ¿Alguien que nos puede escuchar en esta casa?
Volvimos a llamar y a golpear las maderas del cerco de la casa, y definitivamente no había nadie más que una vieja radio tocando apenas de la ventana de una de las habitaciones de madera, cual ventana estaba protegida solo por una malla milimétrica, temerosos decidimos entrar a los corredores de la casa que parecía abandonada, solo protegidos por el mejor amigo del hombre, guardián de la casa, dos hermosos perritos, que nos saludaban con sus chillidos y meneo de cola después de habernos ladrado largo rato. En un extremo de la casa encontramos un árbol cítrico ¡Parecían naranjas amarillas que colgaban exquisitas en sus ramas! Y contentos corrimos a arrancar, y nos equivocamos, porque al degustar sentimos que eran limones demasiado agrios.
—Ni modo —nos dijimos con las miradas tristes.
Decidimos descansar en uno de los corredores, de aquella casa, cubriéndonos con los pocos cobertores que llevábamos cada uno. El viento torrencial seguía, y el frío nos hacía temblar, no había otra más que aguantar, la única mujer que nos acompañaba a los cuatro hombres que éramos, sentía desfallecer, sentía demasiado crudo el frío que hacía. Para tratar de olvidar el azote de este fenómeno, mirábamos el cielo estrellado, intentando contar a ver cuántas lográbamos, además tratar de encontrar figuras con la unión de varias de ellas, de tal manera, contando y encontrando figuras, uno a uno nos quedamos dormidos, y los dos perros en nuestros lados como guardianes, también se hallaban recostados. No dormimos por mucho tiempo, porque el frío con su vasallo el viento nos hizo despertar, tras un ruido estrepitoso que causó temor en nosotros. Quizás sería la una de la mañana, el cielo aún estaba estrellado, no podíamos seguir en esa situación, habíamos alivianado un poco el cansancio, así que decidimos continuar con nuestra caminata agarrados de nuestras linternas para alumbrar el sendero por el cual iríamos, abandonamos la casa solitaria, los perros nos seguían, no podíamos dejar que nos sigan, pero igual, estos venían por nuestro atrás. Sabíamos el peligro que corríamos, y peor a esas horas de la madrugada, claro que  durante el día también, el peligro de ser atacados por los animales salvajes de la selva, conocíamos historias de tigres y leopardos, también de gatos monteses que sorprendieron a caminantes como nosotros y se lo devoraron sin piedad alguna. Y nosotros no teníamos nada con qué defendernos si eso nos pasaba; así que solo nos encomendamos en manos del Supremo Creador.
Caminamos amanecido, y todo ese día más, para por fin por la tarde llegar al pueblo, aguantando el hambre que llevábamos en nuestros estómagos. Gracias a Dios los perros en el camino desaparecieron, imaginamos que regresaron a la casa solitaria. Al igual que aquellas personas y yo, nos separamos tras haber llegado al pueblo y por fin haber comido una sopa caliente juntos para luego despedirnos, tomando rumbos dispersos. Recuerdo que la mujer en algún momento dijo:
—Esta caminata que estamos haciendo, corriendo aun todos los peligros que conocemos, necesitamos que alguien la escriba y se quede como parte de la historia para nuestras vidas, miren a ver, cómo estamos sufriendo y padeciendo las inclemencias del tiempo, ¡qué mal hemos hecho para caminar así! ¡A ver, qué mal! ¡Nada!
—¡Yo escribiré! —Contesté entonces animoso— escribiré todo esto que estamos pasando, este peregrinaje que nos tocó encaminar juntos.
—¿En serio? —la mujer me preguntó sorprendida.
—Sí, porque soy escritor y me encanta rescatar historias como esta por la que estamos pasando.
—¡Oh! ¡Felicidades! No será olvidado entonces esto por lo que nos tocó pasar ahora —me felicitó complacida en cada una de sus palabras.
—¡Muchas gracias! —Respondí con regocijo en mi modo de agradecer.

Después de haber cenado aquella tarde, continué mi viaje en ómnibus hacia la ciudad de Santa Cruz. Tenía los pies lastimados de tanto haber caminado, en tanto sol durante el día y frío en la noche, me acuerdo muy bien, llegaron momentos en que me desesperé, pero me acordé de aquellos que esperaban por mí, mis amigos, ¡mi mujer! Y es por ellos que debía continuar con aquel viaje.

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