POR LA BELLEZA DE TU MIRADA
La mañana era
fresca, aun se podía apreciar el bello rocío posado en el pétalo de las rosas
más hermosas, también en las hojas diminutas de los pastos de color opacado en
el praderal, allá en un pueblito muy lejano al Sudoeste de la capital valluna
del departamento de Tarija llamado Bermejo. Aunque en la mañana corría el frío
con sutileza, aquello que intentaba penetrar incluso a los huesos de quienes la
habitaban.
Hombres y mujeres
de tez morena, de mirada dulce e inocente, de palabras tiernas que más parecían
canciones nacidas de la misma alma; todos estaban acostumbrados al clima
cambiante de esos lugares, en su mayoría frías brisas.
Pero aquella
mañana, sí, aquella mañana sería diferente, cuando ya a sus habitantes se les
escuchaba con ímpetu saludarse unos a otros:
— ¡Buenos días
señora Margot!, ¿qué hace tan temprano sentada ahí? ¡Hace frío! ¡Cuídese! No es
bueno para su salud.
—Buenos
días joven Emilio, gracias por recomendarme, ¿y usted a dónde va tan temprano?
—¡Yo!
Ja, ja, já; voy un rato a la tienda a comprar pan, ¡para mi desayuno, como
siempre pues!
Mientras que las
calles de aquel pueblito se empezaban a llenar de personas que transitaban
premurosos de un lado a otro, siempre bajo el principio de respeto y el saludo primordialmente
que no faltaba entre sí antes que saliera el sol.
—Buenos días don.
—Buenos días doña.
— ¿Ya para el
trabajo?
—Sí señora, para
el trabajo. ¿Y usted?
—Ah, qué bueno, es
una nueva semana, hay que empezar con el pie derecho. Yo también para mi
negocio.
—Así es señora.
Bueno hasta luego.
—Hasta Luego.
Con el transitar
de las personas, también aquel pequeño pueblito de Bermejo se llenaba de bulla.
Al que además se aumentaba el griterío de los niños con alborozos que corrían
de un lado a otro.
— ¡Ya es hora! ¡ya
sale el sol! ¡vengan pronto! — Se esmeraban para juntarse en un morro de
aquella población valluno, muchos de los niños para apreciar la salida del sol,
que ya en altas colinas del naciente se podía ver la belleza de sus rayos que
iluminaban al firmamento, con el color oro de su naturaleza.
— ¡Ahí está! ¡Ahí
está! —gritaban los niños eufóricos, cuando ya el sol hacía ver un pedacito de
su cuerpo e inundaba de calor a toda la aldea, especialmente a aquellos niños
que habían esperado con tanta ansia. Y la sombra desparecía como si un manto
negro transparente estuviese siendo arrastrado por la fuerza viva de la
naturaleza.
Mientras eso
ocurría en aquel morro de aquel pueblo, el joven Emilio, quien en primer
momento había tenido el placer de saludarle a la señora Margot y darle
recomendaciones, también se sorprendió por el griterío de los niños, mas hizo
que pasara ese momento sin importancia, entonces la señora le dijo:
— ¡Hágame un favor
entonces joven Emilio!
— ¿Cuál señora?
¡Dígame usted! Estoy para servirle.
—Tráigamelo para
mí más un peso de pan —y le alcanzó una moneda de un peso.
—No se preocupe
señora, se lo traeré.
Y el joven Emilio
continuó su recorrido hacia la tienda.
Los niños en el
morro, eufóricos apreciaban el calor y el brillo del sol que los inundaba de
alegría y conocimiento de que la vida podía ser vivida de mejor forma ante la
realidad que vivían. Y de pronto surgió algo maravilloso, aquello que los dejó
en un estado de desconcierto y alucinación; sentido solo por el joven Emilio.
Detrás de la
colina, junto con el salir del sol, aparecía caminando una bella dama,
¡hermosísima mujer! Sonriente venía ella como por delante del sol, como guiada
por los rayos de aquel astro.
— ¡Y esa chica!
¿Quién es? —Se preguntaban los chicos entre sí. Esto que solo escuchaba Emilio.
— ¡No la hemos
visto nunca antes! ¿Quién será?
—A ver, ¡vamos!
—Sí vamos —Y
emprendieron la carrera tratando de alcanzar lo que habían visto.
El joven Emilio,
era un muchacho humilde, de una familia que no más de un año atrás había
migrado para habitar por esos lugares y de esa forma conseguir vivir una vida
mejor. Sus padres trabajaban en un pequeño negocio informal (comerciantes
callejeros), además de dedicarse también a la agricultura, y el muchacho,
estudiante todavía de una carrera técnica relacionado al arte. La música y la
pintura era su pasión más desenfrenada por lo que vivía, también hacía algo de
poesía, cuando solo le ocurría algo diferente que le deparaba la vida.
En aquél momento
llegó a la tienda y gritó:
— ¡Véndame!
Y en cinco
segundos salió una señora, dueña de la tienda.
— ¿Sí? —Dijo— ¡ah,
es usted!
—Sí soy yo, vengo
por pan, como siempre.
—Sí, y como
siempre eres la doceava persona que llega a mi tienda a comprar. ¿Tres pesos de
pan verdad? —Le preguntó la señora.
—Hummm… —pensó
primero el muchacho—, sí, y esta vez otro peso más, pero, aparte ¿Sí?
— ¿Y eso? —Se
sorprendió la dueña de la tienda.
—Es para la señora
Margot, me pidió que se la llevara.
—Ah, buen
muchacho, felicidades, eres un ejemplo a seguir. —Y le entregó los panes en su
saquito de tela que el joven siempre llevaba y, en otra que la señora Margot le
había encargado.
—Muchas gracias
por el elogio —contestó el joven—. Hasta luego, o en todo caso, hasta mañana.
—Dijo. Y se fue.
Cuando caminaba
por sus calles, siguió escuchando el barullo de los niños, que esto, esta vez
sí le llamó la atención. Miró con dirección a la barahúnda, y se sorprendió, se
quedó con los ojos chispados y la cabeza en la luna…
Los niños por fin
le dieron alcance a la doncella hermosísima.
— ¡Hola! —Le
dijeron a unísono.
— ¡Hola queridos
niños! —Respondió la mujer— ¿por qué tan eufóricos? ¿Qué les pasa? —Preguntó
ella.
—Porque te hemos
visto y parece que no eres de por aquí —Contestaron los niños aún con más
euforia—. Dinos ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿A qué has venido?
—Tranquilo niños,
¡no se exalten! —Y les acarició de sus cabellos a cada infante.
El joven miró con
detalle. La apariencia de la mujer era tan bella, inigualable, tenía el cabello
color oro, el rostro angelical, tan claro como el sol mismo cuando brilla, y su
sonrisa, insuperable, mostraba sus dientes y se veían tan cuidados y bien
formados. Llevaba un vestido color rosa semitransparente, que hacía ver su
silueta de mujer bella, además de las prendas que cubrían sus secretos
libidinosos de mujer. En los pies llevaba unas zapatillas que en verdad la
engalanaban, además llevaba una maravillosa flor blanca en el cabello,
haciéndola parecer como si fuera una diosa. ¿Acaso sería la diosa del amor? ¿O
sería un ángel del consuelo para un corazón contrito como el de Emilio?
Aquel joven que
llevaba el pan en sus manos, al ver a la mujer, con espasmos dejó caer las
bolsas. Y los que transitaban le miraron al joven, algo confusos.
— ¡Eh! ¡Joven!
¡Soltaste tus bolsas de pan! —Le gritaban.
Él parecía no
escucharlos, más bien empezó a decir:
— ¡No! ¡No lo
puedo creer!
—¿Qué no puedes creer? ¿Qué tienes
jovencito? ¿Qué te pasa?
—No puedo creer lo
que estoy viendo ¡Es un ángel! ¡un ángel de Dios!
Mientras que las
demás personas no parecían ver nada más que a los niños en pleno barahúnda,
quienes entre juego y juego venían agarrados de la mano de la mujer joven. El
joven también brincó queriendo darle alcance a la bella dama, olvidando sus
bolsas de panes derramadas. Aparentemente había escuchado cada palabra del
griterío de los niños que parecían decir no conocer a la dama. Sin embargo, no
era otra, sino su maestra de escuela que retornaba para impartirles las clases
en la nueva semana que empezaba.
— ¿Cómo pasaste el
fin de semana profesorita? —Entusiasmados preguntaban lo niños.
—Muy bien queridos
niños, muy bien, ¿y ustedes? ¿Hicieron la tarea? —Les preguntó ella.
—Sí profe, hicimos
la tarea.
El joven Emilio
parecía regresar a la realidad, después de una alucinación, por la cual fue
sobrecogido cuando ya se encontraba al lado de los niños también. Entonces se
dio cuenta que era la profesora que siempre llegaba el lunes por la mañana para
la escuelita en el pueblo.
— ¿Profe Andreyna?
—Preguntó sorprendido.
—Sí joven Emilio.
Soy la profe Andreyna, como siempre. ¿Y tú? ¿Qué haciendo tan temprano por
aquí? ¡No me digas que también viniste a darme alcance! —Preguntó entre broma y
broma la profesora que, además se reía.
— ¡Claro que no!
—Respondió el joven— pasé por la tienda un rato para comprar pan solamente y ya
voy retornando a mi casa.
— ¿Y no
encontraste pan en la tienda? Porque veo que regresas con las manos vacías.
— ¡Claro que
encontré! —se miró las manos, entonces se dio cuenta que en verdad no llevaba
las bolsas de pan— ¿Y los panes? —Se preguntó un poco asustado.
— ¿Qué te pasa?
—preguntó la profe Andreyna.
—Nada —respondió
el joven Emilio— a ver si nos vemos más tarde, le iré a visitar a la escuela,
debo volver a la tienda ¡Hasta pronto! —Y se fue corriendo.
—Hasta luego,
cuídese. —Le dijo entonces la profesora.
El joven regresó a
la tienda y gritó:
— ¡Señora!
— ¿Sí? —A los
pocos segundos salió la dueña— ah, ¡es usted otra vez! ¿Ahora qué se olvidó?
—Mis bolsas de pan
—respondió el joven.
— ¿Qué…? ¡Pero si
llevaste contigo!
— ¿Cómo? ¡Si no
están conmigo!
—Hummm… veo que
andas muy enamorado, ya que no te acuerdas ni dónde dejas los panes —le dijo
entonces la señora entre risa.
—Creo que sí.
—Respondió el joven como lamentándose y avergonzado.
—Enamorarse no es
malo, pero hay que tener cuidado. Dime, ¿de quién estás enamorado? Tal vez te
puedo ayudar ¿Quién es la muchacha que se quiere robar tu corazón?
—Si te digo, te me
has de reír señora. —Cabizbajo y un poco avergonzado respondió Emilio.
—No. Jovencito,
con toda confianza dime.
—Estoy enamorado
de la profe Andreyna —finalmente dijo el muchacho.
— ¡Ah…! ¡Es ella!
Hace un ratito acaba de llegar ella, la vi pasar de la mano de algunos niños.
—Sí, yo también la
vi.
—Ahora dime: ¿Qué
hiciste con los panes que me compraste?
—Los perdí señora,
los perdí, ¡me robaron!
—Hummm…, por amor
se pierde todo, eso es sabido, te comprendo. ¿Ahora qué vas hacer?
—No sé señora.
Fíeme cuatro pesos de pan, yo en cuanto pueda te los pago, por favor, ¡sí!
—Hummm. —Pensó la
señora—. Está bien. Pero te aconsejo solo una cosa.
— ¿Qué cosa
señora? —levantó la mirada el joven Emilio.
—Si estás
enamorado de la profesora como dices, no lo guardes, no calles, ¡Habla! ¡Dile!
Quién sabe si ella es para ti.
— ¡Gracias señora!
¡Muchas gracias! Eso haré. ¡Hasta luego! ¡Y gracias por fiarme! ¡Algún día se
lo pagaré!
—Hasta mañana
joven, ¡no lo vaya volver a perder los panes! ¡Ni a ella tampoco!
Presuroso, Emilio
se dirigía a su casa, sin antes encontrarla primero a la señora Margot.
—Aquí está el peso
de pan que me encargó señora —Le dijo y le entregó los panes.
—Muchas gracias
joven, pero ¿Se tardó un poquito no? ¿Por qué? —Le preguntó la señora.
—Sí, solo un
poquito. —Respondió el joven— Hasta luego señora, ya debo irme, en otra se lo
cuento.
—Bueno, cuídate
mucho jovencito, hasta luego.
Más tarde, Emilio
la fue a buscar a la profesora hasta la escuelita donde dictaba las clases. La
profesora al darse cuenta de la presencia de Emilio parado en la puerta del
curso, un poco nerviosa dijo a los niños:
—Bueno niños, es
recreo, vayan a jugar.
— ¡Bien! —al
unísono gritaron los niños y salieron a jugar al patio de la escuela.
Ahí estaban los
dos, solamente los dos, con las miradas fijas y perdidas, sin saber qué
decirse, solo se escuchaba sus respiraciones algo agitadas, quizás por el
nerviosismo o quién sabe qué.
— ¿Qué pasó
Emilio? ¿Qué te trae por aquí? —entonces la profe Andreyna rompiendo el
silencio dirigió su mirada a él.
—Vengo a decirte
algo importante, profesora —Respondió Emilio algo tímido, algo huraño.
— ¿Qué será?
¡Dime! Te escucho.
—Po… po… por… por
la belleza… —Se entrecortaron sus palabras del joven.
—¿Qué…? —Se
sorprendió la profesora.
—Sí, eso, lo que
oyes; por la belleza de tu mirada es que esta mañana perdí cuatro pesos de pan.
—Emilio se armó de valor y dijo lo que tenía que decir.
—No te entiendo, a
ver, explícame mejor —replicó la profe Andreyna.
—Sí profesora,
estoy enamorado de usted, y por eso esta mañana perdí cuatro pesos de pan, por
el cual ahora estoy en deuda con la dueña de la tienda y, espero me condone.
La profesora se
echó a reír tremendamente de lo que acababa de escuchar.
—No puedo creer lo
que me dices, qué tierno eres.
—¡Pero es verdad!,
mi amor aflora por ti y vengo a pedirte que…
—Chsss… calla,
¡Por favor calla! ¿Qué van a decir los niños si te escuchan?
— ¡Que se enteren
todos que te amo! ¡De corazón, te amo! —Gritó Emilio aferrado a conquistarla—.
Bueno, en todo caso, quiero preparar el amor contigo, ¡enamorar! ¡Te pido que
seas mi enamorada! —le agarró de sus manos a Andreyna— ¿Aceptas ser mi
enamorada? Por favor…
— ¿Sabes qué?
—Dijo entonces ella—. Yo esperaba por este momento, en verdad sí esperaba que
algún día me dijeras esto. Porque también hay dentro de mí un profundo
sentimiento que guardo para ti. Yo también te amo, Emilio, te amo, te amé desde
hace mucho en silencio.
— ¡Gracias amor!
¡Gracias! —Se abrazaron tiernamente— ¡ahora ya no volveré a perder cuatro pesos
de pan!
Ambos se rieron a
carcajadas. Y así es que por los lazos del amor fueron unidos estos dos
maravillosos seres, Emilio y Andreyna; quienes con el paso del tiempo
formalizaron su relación, al paso de algunos años, se casaron, tuvieron dos
hijos y, vivieron felices, él como artista y poeta, y ella como profesora,
además como la madre más dichosa de Bermejo, que veía crecer a sus dos pequeños
a día que pasaba. Y su maravilloso esposo que fue ejemplo de vida para muchos y
ella, hasta que en un lejano confín, solo la muerte los separó.