Fragmentos de un peregrino
Algo que nunca
olvidaré de ese viaje es que en el camino me fui encontrando con una y otra, y
otra persona más que también viajaban hacia el pueblo a pie, como peregrinos
queriendo encontrar respuestas al porqué les había tocado cruzar por esa
travesía; entre ellos se encontraba una mujer, cargada de un bulto en su
espalda, y los otros al igual que yo con una mochila también en la espalda en
el que llevábamos el alimento de la vida, además de agua que recogíamos en
nuestras cantimploras en cada arroyo al que llegábamos para apaciguar el
cansancio de nuestros espíritus.
—¿Va para el pueblo?
—Me preguntaban al sumarse a mi caminata.
—Así es amigos
—respondía complacido— voy para el pueblo, como no hay otro medio, hay que
viajar a pie. ¿Ustedes igual?
—Sí, también vamos
para el pueblo, —me contestaron airosos con sonrisas inocentes— ¡Entonces
acompañémonos en confianza! —Me propusieron.
—¡Claro! ¡Vamos
entonces, como hermanados por este sendero largo por el cual no sabemos en
cuanto tiempo llegaremos a nuestros destinos! —Contesté con aires de
compañerismo que no quería perder.
Nuestra conversación
fue amena, alegre durante el recorrido, y la mujer que recordaba a sus hijos en
momentos un poco triste y por ellos quería llegar lo más antes posible.
—¿Mis hijos cómo estarán?
Me preocupa estar lejos de ellos —comentaba con suspiros agitados, claro, por
el cansancio que se notaba en su rostro.
En todos se notaba
inocencia y cansancio, pero igual seguía el recorrido a pie hasta que una
lluvia torrencial nos cogió, cual nos mojó porque no teníamos donde
escondernos, nos hallábamos en plenas llanuras que nunca terminaban; y la noche
con sus fríos aires nos sorprendió en un lugar, donde se veía una loma, y en la
cúspide de aquella colina una casa, cual parecía una granja, estábamos
cansados, además hambrientos, el alimento en las mochilas se nos acababa, no
podíamos seguir comiendo hasta terminar, porque para el día siguiente no
tendríamos nada más que quizás solo un par de dulces para cada uno, y agua en
los arroyos con las cuales nos encontraríamos; así que nos tentamos de ir a esa
casa en la colina, para ver si nos cobijaban para pasar la noche y a ver si nos
invitaban una sopa caliente, o por lo menos agua hervida caliente con un poco
de azúcar y hojas de hierbas medicinales, porque en verdad hacía mucho frío,
además de un viento torrencial que se paseaba silbando en toda la colina,
haciendo sonar tenebrosamente hasta las calaminas de esa casa; nos imaginamos
comiendo exquisitas sopas de frijoles, o de arroz, incluso de yuca o de
papancha, que eran sopas tradicionales que se conocían bien por esos sitios
amazónicos.
Al llegar, llamamos
a ver si alguien nos escuchaba, mas no parecía haber nadie más que dos perros
que nos ladraban, llamamos con más alta voz, y nada.
—¿Qué hacemos? ¡Parece
que no hay nadie! —Nos cuestionamos unos a otros un poco tristes y confundidos.
—A ver, intentemos
otra vez —nos animamos.
—¡Señor! ¡Señora!
¿Hay alguien aquí? ¿Alguien que nos puede escuchar en esta casa?
Volvimos a llamar y
a golpear las maderas del cerco de la casa, y definitivamente no había nadie
más que una vieja radio tocando apenas de la ventana de una de las habitaciones
de madera, cual ventana estaba protegida solo por una malla milimétrica,
temerosos decidimos entrar a los corredores de la casa que parecía abandonada,
solo protegidos por el mejor amigo del hombre, guardián de la casa, dos
hermosos perritos, que nos saludaban con sus chillidos y meneo de cola después
de habernos ladrado largo rato. En un extremo de la casa encontramos un árbol
cítrico ¡Parecían naranjas amarillas que colgaban exquisitas en sus ramas! Y
contentos corrimos a arrancar, y nos equivocamos, porque al degustar sentimos
que eran limones demasiado agrios.
—Ni modo —nos
dijimos con las miradas tristes.
Decidimos descansar
en uno de los corredores, de aquella casa, cubriéndonos con los pocos
cobertores que llevábamos cada uno. El viento torrencial seguía, y el frío nos
hacía temblar, no había otra más que aguantar, la única mujer que nos
acompañaba a los cuatro hombres que éramos, sentía desfallecer, sentía
demasiado crudo el frío que hacía. Para tratar de olvidar el azote de este
fenómeno, mirábamos el cielo estrellado, intentando contar a ver cuántas
lográbamos, además tratar de encontrar figuras con la unión de varias de ellas,
de tal manera, contando y encontrando figuras, uno a uno nos quedamos dormidos,
y los dos perros en nuestros lados como guardianes, también se hallaban
recostados. No dormimos por mucho tiempo, porque el frío con su vasallo el
viento nos hizo despertar, tras un ruido estrepitoso que causó temor en
nosotros. Quizás sería la una de la mañana, el cielo aún estaba estrellado, no
podíamos seguir en esa situación, habíamos alivianado un poco el cansancio, así
que decidimos continuar con nuestra caminata agarrados de nuestras linternas
para alumbrar el sendero por el cual iríamos, abandonamos la casa solitaria,
los perros nos seguían, no podíamos dejar que nos sigan, pero igual, estos
venían por nuestro atrás. Sabíamos el peligro que corríamos, y peor a esas
horas de la madrugada, claro que durante
el día también, el peligro de ser atacados por los animales salvajes de la
selva, conocíamos historias de tigres y leopardos, también de gatos monteses
que sorprendieron a caminantes como nosotros y se lo devoraron sin piedad
alguna. Y nosotros no teníamos nada con qué defendernos si eso nos pasaba; así
que solo nos encomendamos en manos del Supremo Creador.
Caminamos amanecido,
y todo ese día más, para por fin por la tarde llegar al pueblo, aguantando el hambre
que llevábamos en nuestros estómagos. Gracias a Dios los perros en el camino
desaparecieron, imaginamos que regresaron a la casa solitaria. Al igual que
aquellas personas y yo, nos separamos tras haber llegado al pueblo y por fin
haber comido una sopa caliente juntos para luego despedirnos, tomando rumbos
dispersos. Recuerdo que la mujer en algún momento dijo:
—Esta caminata que
estamos haciendo, corriendo aun todos los peligros que conocemos, necesitamos
que alguien la escriba y se quede como parte de la historia para nuestras
vidas, miren a ver, cómo estamos sufriendo y padeciendo las inclemencias del
tiempo, ¡qué mal hemos hecho para caminar así! ¡A ver, qué mal! ¡Nada!
—¡Yo escribiré!
—Contesté entonces animoso— escribiré todo esto que estamos pasando, este
peregrinaje que nos tocó encaminar juntos.
—¿En serio? —la
mujer me preguntó sorprendida.
—Sí, porque soy
escritor y me encanta rescatar historias como esta por la que estamos pasando.
—¡Oh! ¡Felicidades!
No será olvidado entonces esto por lo que nos tocó pasar ahora —me felicitó
complacida en cada una de sus palabras.
—¡Muchas gracias!
—Respondí con regocijo en mi modo de agradecer.
Después de haber
cenado aquella tarde, continué mi viaje en ómnibus hacia la ciudad de Santa
Cruz. Tenía los pies lastimados de tanto haber caminado, en tanto sol durante
el día y frío en la noche, me acuerdo muy bien, llegaron momentos en que me
desesperé, pero me acordé de aquellos que esperaban por mí, mis amigos, ¡mi mujer!
Y es por ellos que debía continuar con aquel viaje.