Los milagros de Jhufay
(Dedicado con todo el amor del mundo a:
Justina Fuentes A. quien día a día me
abraza y hace sonreír a mi alma).
Mientras un grupo de niños esperaba la llegada del
crepúsculo, allá en los valles campesinos de Quillacollo, estos pequeños que
animosos jugaban a los escondites en espacios denominados como área verde de
recreación múltiple. La sonrisa dibujada en cada uno de los tiernos rostros es
lo que engalanaba más la llegada del ocaso, al compás de sus gritos alegrados,
movimientos precipitados, incluso caídas súbitas suscitadas, claro que, sin dolor.
¿Quiénes más como ellos? Parecía no importarles nada más que
su propio mundo de juegos alegóricos, aquello que para quienes los veían,
también se convertía en momentos de regocijo; hasta que por fin cayó la noche,
la luna con su mirada pálida se paseaba en el infinito universo, incluso
sonriéndole a Venus, su amiga íntima quien le guardaba secretos; mientras que
en la tierra, entre los niños se apareció una extraña, quien parecía estar
extraviada, en su rostro se podía percibir un susto, además de encontrarse
agitada, también se hallaba desesperada.
—¡Hola niños! —Entonces intentaba llamar la atención de los
pequeños— ¿Pueden oírme?
Claro que los niños escuchaban una voz que de algún lado
venía, pero no veían a nadie.
—¡Alguien nos llama! —dijo uno en su confusión.
—¡Quién será! —Se sorprendía el otro.
—¡Niños aquí estoy! —se volvía a escuchar la voz clamorosa
de la extraña.
—No veo a nadie —comentaba de entre ellos Lucía, una niña cuya
madre se hallaba enferma en casa.
—¡Ni yo! ¿Quién es? —Un poco
asustada Margarita, la menor de todo el grupo, también trataba de ubicar
de dónde venía la voz.
—¡Aquí estoy! ¡Aquí!
Y todos por fin se dieron cuenta que la voz venía de la cima
de una piedra gigante, casi del tamaño de aquel niño cuyo cumpleaños fue día
anterior y él cumplía sus trece primaveras.
—¡Es una…! ¡es una…! —como que en ese momento todos se
quedaron mudos por el asombro.
—Sí, —trató de tranquilizarlos la extraña— me llamo Jhufay,
esta vez no pude retornar a mi reino —intentó seguir explicando— la oscuridad
de la noche me ganó, y estoy aquí, conversando con ustedes queridos amiguitos.
—¡Puedes hablar! —Se asombraron aún más los niños— ¡Pero
cómo puede ser eso! ¿no creen que es sorprendente?
—No se sorprendan —una vez más Jhufay trataba de
tranquilizarlos— ustedes niños, todavía creen en milagros, además de conservar
vivos los sueños que tienen en el porvenir; por eso pueden oírme.
Es cuando la luna aumentaba su resplandor, a tal punto que
la noche parecía día, a la vez de los pequeños se apoderaba un profundo
cansancio, y todos bostezaban, abandonando con indiferencia el lugar, a la par
de despedirse de la extranjera. Al final quedando solo Lucía, y ella en son de
cortesía la invitó a pasar la noche en su casa.
—Vamos —le dijo—, te cobijaré en mi morada.
—Gracias amiguita; ¿pero y tus padres? —Trataba de tomar
precaución la visitante— ¿por ahí ellos te llaman la atención por mi culpa?
—Por mis padres no te preocupes, amiguita; además mi
madrecita está enferma desde hace varios meses y, cada día que pasa, su salud
se empeora, eso me pone triste. —con ojos llorosos relataba la situación de su
madre.
—Lucía, no te pongas triste ¿Sí? —Trató de consolarla la
extranjera— tu madre sanará ¿crees? No importa qué enfermedad tenga.
—Creo en los milagros, me lo han contado muchas veces en
muchos lugares; pero no he visto ni uno y menos en mi casa —no pudo evitar su
llanto en ese momento la niña—. ¡No veo el milagro en mi madre! Muchas veces he
ido al pie de la virgencita de Urcupiña, para pedir por ese milagro, en
muchísimas oportunidades de rodillas llegué a sus pies, solo para suplicar la
mejoría de mi madre, y nada. ¡No es justo! —Gritó.
—Vamos —dijo entonces Jhufay queriendo contrarrestar las
lágrimas de la pequeña— quiero conocer a tu madre, también a tu padre.
—Mi padre no está en casa, se fue, nos abandonó por no
soportar la situación de mi madre; solo estamos mi hermana Otilia, mi madre y
yo.
—Vamos amiguita —le dijo una vez más la extranjera— quiero
conocer a tu madre; y por tu padre no te preocupes, él volverá, arrepentido de
rodillas pedirá perdón a tu mamita por haberla abandonado en la peor situación.
—intentaba consolar la mirada apenada de la pequeña Lucía.
Lucía aunque no lucía trajes de fina tendencia, ni zapatos
de marcas selectas, sino solo un vestido nativo tejido por su propia madre, y
unas abarcas de larga duración, porque eran fabricadas de gomas de llantas de
automóviles; a la par de dos trenzas de su cabello color azabache que siempre
estaban bien acomodadas en su espalda; vestía así porque provenía de una
familia muy humilde, que al inicio vivían tras la cordillera del Tunari,
soportando frío, heladas crudas que muchas veces arruinaba cosechas enteras,
por las que sus padres terminaban compungidos en alma y corazón por dichas
pérdidas; pero a la pequeña siempre se la veía alegre, con una sonrisa que
hasta a sus propios amiguitos contagiaba, hacía que cada uno de ellos pueda
reír también a carcajadas descontroladas. Solo en momentos cuando ya se hallaba
sola, es que se dejaba atrapar por la tristeza de ver a su madre enferma.
Por pérdidas constantes de sus cosechas por heladas
inesperadas es que deciden migrar a los valles más cálidos, para establecer una
mejor vida, y no sería otra sino el Valle Bajo cochabambino, un poco al sur,
casi al pie del cerro Cota, donde muchas otras familias también de tendencia
humilde habitaban intentando mantener sus tradiciones ancestrales, sus sanas
costumbres, que en una ciudad tan poblada como Quillacollo, parece estarse
perdiendo, perdiendo valores adquiridos por naturaleza, tal es por ejemplo, el
valor del respeto, la comunicación, la comprensión. Tales causas se fueron
transformando en desesperación, en presión, terminando en opresión, en que el
más fuerte se lo devora al débil.
Por eso mismo el padre de Lucía había decidido irse de casa,
porque no soportaba dichas transformaciones, y más desde que Julieta, su
esposa, madre de la niña, terminó enferma y postrada en su lecho. Terminó
enferma porque en el campo no supo cuidarse del frío, o del calor que a veces
también azotaba con tal fuerza. Dolores reumáticos que no podía soportar,
además de los dedos que poco a poco se deformaban; ver eso para su esposo se
convertía en días de depresión y, por no concurrir en esa situación es que
prefirió irse de casa sin dejar rastro de dónde se hallaría.
Jhufay y Lucía aquella noche, ya se hallaban cerca de casa.
Al par de minutos más llegan, la niña abre la puerta improvisada de latas
sostenida por listones viejos y la invita a pasar sin temor alguno.
—¡Entra! —le dice a su invitada—. Seas bienvenida, es mi
humilde casita, aunque es así, es acogedora a la vez; mi madre ya debe estar
descansando.
—¡Gracias querida Lucía! —Responde Jhufay—. Es muy bonita tu
casa.
—Es la humilde casa que mi padre con la ayuda de mamá
construyó no hace mucho —dijo entonces la niña.
—¿Y tu hermana? —Preguntó una vez más la invitada— ¿Dónde
está ella?
—Consuelo trabaja de día —respondió— de noche estudia en un
colegio alternativo. Busca superarse a pesar de las vicisitudes que vivimos.
—¡Qué bueno! Es un ejemplo de vida.
Por fin Jhufay conoció a la madre de Lucía, evidentemente
ella dormía, empalidecida, los ojos carcomidos y labios secos; como que la vida
de gota en gota se alejaba de ella.
—No estés más triste —volvió a replicar la recién llegada—
tu madre sanará y será esta noche.
—¡Pero cómo! —se sorprendió la pequeña— ¿Qué pasará?
—No temas hija, los milagros existen, esta noche sucederá
aquí, con tu madre. Ten fe.
—Te agradezco por intentar consolarme —dijo finalmente la
niña. Y de inmediato fue invadida por un profundo sueño también, bostezó y se
quedó dormida en su colcha de paja.
La recién llegada, la cubrió con un cobijo nativo que
encontró en un banquillo improvisado de tronco. Después de aquello, fue a ver
una vez más a la señora quien se hallaba en su más profundo sueño. Entonces
hizo el milagro que su hija tanto deseaba. Del pequeño bolso que llevaba
consigo, sacó un poco de miel y la untó en la frente de la mujer delicada de
salud. Luego se fue de la casa sin dejar rastro alguno, no al menos por algún
tiempo.
Claro que la señora se levantó sana y regenerada al
amanecer, con mucha energía, a la par de sus manos que regresaban a su estado
normal. Su enfermedad había sido quitada milagrosamente por nadie más sino
Jhufay, la hermosa abejita reina, quien dejando su reinado y encargando a sus
obreras que sigan trabajando fabricando la más pura miel sanadora, para llevar
el milagro por todos los rincones de Quillacollo. La felicidad regresó en aquel
hogar donde surgió el primer milagro; al paso de unos días el esposo también
regresó arrepentido, pidiendo perdón de rodillas a su esposa y sus hijas, a tal
punto de demostrar su arrepentimiento besó y lavó con sus lágrimas los pies de
su amada; claro que ella la perdonó, la abrazó y secó sus lágrimas.
Al paso de algún tiempo, la reina abejita regresó por esos
lugares, volaba y sobrevolaba todo el valle quillacolleño, esparciendo gota a
gota la miel más pura que consigo llevaba siempre en su pequeño bolso; y a cada
enfermo que le llegaba aquella gota, enfermo no solo del cuerpo, sino del alma,
a cada persona triste, a cada ser humano deprimido, se le era devuelto la
salud, la felicidad en su corazón. Cada gota de miel se transformaba en el
milagro más grande para seres humanos que en verdad necesitaban. Y desde esos
momentos los quillacolleños ya no solo esperarían el milagro de la Virgen de
Urcupiña, sino de Jhufay, la abejita milagrosa, de quien no supieron dónde se
hallaba su colmena, no supieron dónde es que se encontraba ese maravilloso
reino, no al menos hasta un determinado tiempo cuando ella misma les invitó a
visitar.
—¡Allá va! ¡Allá! ¡Allá! ¿Ven? —muchas veces era vista volar
por los aires cálidos de aquellos valles— ¡Vengan que allá va! —Y corrían como
queriendo alcanzarle a la abejita, mas no podían, porque la misma pasaba muy
rápido.
A tal punto que un día centenares de habitantes, quienes se
habían convertido en devotos de Jhufay, deciden hacer una misa de gratitud por
los numerosos milagros que habían visto en sus hogares, enfermos sanarse,
familias recuperando la integridad y comunicación. El sacerdote quien dirigía
la misa sentía algo de escalofríos sentía que traicionaba a la Virgen de
Urcupiña; al ser atrapado por esa sensación como que de la nada traspiraba. Es
cuando de un de repente por esos lugares la reina abejita se aparece, unos se
alegraron, otros fueron atrapados por un estado de nerviosismo y lo peor, el
sacerdote quien dirigía la misa, terminó desmayándose.
—No tengan miedo, queridos feligreses —habló entonces Jhufay
sobrevolando por el sector donde se hallaban congregados sus devotos—. Sé que
muchos tienen fe en los milagros que vengo propagando, han visto suceder muchas
veces, acogiéndose en el dicho “ver para creer”, sin embargo, les digo: a veces
es necesario “creer para ver”, no dejen que la fe se pierda en ustedes, no
dejen que el amor se enfríe, no dejen de comunicarse en paz y armonía entre
ustedes.
—¡El Padrecito se desmayó! ¡Auxilio! —se desesperaron algunos
feligreses mientras la reina hablaba.
—No tengan pena, no se desesperen —les consoló entonces
ella— él solo duerme, así como cuando Jesús se durmió en plena tempestad allá
en alta mar, y sus discípulos se desesperaron, ¿se acuerdan?
Es cuando un fresco céfiro sintieron todos, a la par de
gotas de agua dulce cual cayó sobre los labios de cada uno, así como el cristal
fino del rocío en las praderas al amanecer. Con esa gota en los labios, también
el sacerdote se despertó.
—La Virgen de Urcupiña —Continuó diciendo entonces Jhufay
cuando vio que despertaba el sacerdote— es mi gran amiga, no tengan pena, no
piensen que al ser devotos míos, la traicionan a ella; eso no es así. De hoy en adelante las dos caminaremos forjando
milagros, porque mi reino se encuentra allí donde habita ella, ella me ofreció
un espacio en su territorio para poder establecer mi reino de la mano con mis
obreras. —Por fin supieron en aquel instante después de mucho buscar respuestas
con respecto al lugar donde se hallaba su reino—. Si me buscan a mí, le buscan
a ella, si ven mis milagros, es porque lo hice de la mano con ella. Ahora debo
volver a mi reino, que pronto volveré. Ya saben dónde es, así que les invito,
vengan a visitarme, que las puertas para ustedes siempre estarán abiertas. —Y
se fue volando Jhufay, dejando un milagro más con su gota de miel sanadora en
la vida de una niña de escasos siete años, quien por desventura de la vida
perdió a sus padres en un accidente y en el mismo ella además perdió la vista y,
Jhufay le devolvió aquello, la niña en aquel momento poco a poco y cada vez
veía con más claridad la luz del sol.
Y todos cantaron un “¡Aleluya!,
¡gloria a Dios en las alturas y a Jhufay entre nosotros!”, con los brazos
extendidos que no se cansaban de olear por haber visto aquel milagro más
suceder aquel atardecer. E iban a visitar a su reino para rendirle tributos con
mucha fe y devoción las veces que podían y ella siempre les recibía con las
alitas extendidas y las puertas de su reino abiertas para cada feligrés.
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