Los muertos no duelen si no sirven
Por Wilmer
Machaca
El día
de ayer se confirmaron cuatro muertes: tres policías y un campesino. No se
trata solo de cifras, sino de hechos que vuelven a situar al país en una
espiral de violencia que se repite con demasiada frecuencia. En este contexto,
resulta inevitable recordar una frase cruda del exministro Juan Ramón de la
Quintana: “El rito del bloqueo se alimenta de la sangre de los enfrentamientos.
Así se tumba a un gobierno.”
Más allá de su tono escalofriante, esa frase revela una lógica instalada en nuestra historia reciente.
En
2005, la muerte de un minero desató una movilización que obligó a Hormando Vaca
Díez a renunciar a la sucesión presidencial. En 2007, los muertos de La
Calancha marcaron un quiebre en la Asamblea Constituyente. En 2019, la masacre
de Senkata dejó una herida abierta que aún divide al país entre quienes
reconocen una masacre de Estado y quienes la minimizan. Como estos, hay otros
episodios en nuestra historia reciente donde la muerte ha sido punto de
inflexión y herramienta de presión política.
Hoy, el
conflicto impulsado por sectores evistas se presenta como una protesta social,
pero está cargado de una estrategia de desestabilización. Las exigencias de
renuncia presidencial, los bloqueos permanentes y la escalada de violencia
refuerzan esa interpretación. Sin embargo, esta vez el relato cambió: los
primeros muertos no fueron campesinos, sino policías. Ese hecho ha permitido
que desde el oficialismo se refuerce un discurso que asocia a los movilizados
no solo con la violencia, sino también con el crimen organizado y el
narcotráfico. Si los muertos hubieran sido campesinos, el relato habría sido
distinto: no sería el gobierno ni el antimasismo quienes impondrían su
narrativa, sino el evismo.
La
disputa ya no se juega únicamente en las calles. Hoy también se libra una
guerra de narrativas, construida de forma deliberada desde ambos frentes.
Circulan audios falsos, renuncias inventadas, pronunciamientos de encapuchados
y una ola de imágenes manipuladas que buscan instalar verdades parciales. El
conflicto está tan presente en las plataformas digitales como en las
carreteras. Se produce percepción, se siembra miedo, y se busca anular al otro
mediante el desprestigio sistemático.
El caso
de Llallagua es revelador. En redes sociales se difundieron testimonios,
transmisiones en vivo y videos que mostraban el miedo y la polarización,
similares a los vividos en 2019. Esta vez, el “otro” eran los ayllus.
Circularon videos de campesinos armados, gente disparando en Llallagua,
imágenes violentas mezcladas con otras editadas —algunas incluso generadas con
inteligencia artificial—. Se viralizaron, antes de las muertes, escenas de
hombres sin mostrar el rostro portando fusiles con mira óptica, que parece
responder más a una estrategia comunicacional ¿Quién tomó esas fotos? ¿Con qué
intención? ¿Por qué se difundieron con tanta rapidez y coordinación?
El
gobierno, esta vez, logró instalar un relato que trasciende su débil
aceptación: el de los movilizados violentos y desestabilizadores. Algo que no
pudo conseguir ni con el llamado “intento de golpe” ni con sus documentales,
pero que ahora sí logra gracias al miedo, y se sostiene en el rechazo al
evismo, al antimasismo y al poder de la estigmatización. Irónicamente, lo mismo
que hizo Añez el 2019 y 2020.
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